“No hay una historia única. Nunca la hubo. Eso es lo que hace que las historias sean poderosas.”
- N. K. Jemisin
Últimamente, me siento tan cansada que el filtro con el que observo la vida se está volviendo triste y pesado. Escucho, llena de frustración, cómo a las personas que quiero les cuesta resistir a un sistema que nos pone a todas contra las cuerdas.
Quisiera poder eliminar sus ansiedades, solucionar todos sus problemas y darles la estabilidad económica que alguna vez nos prometieron.
Pero todo lo que tengo son unas cuantas palabras.
Y a veces, me parece tan poco.
Fantaseo con volver a ser pequeña y recuperar la sensación de que nada es tan importante. Soñar con los ojos abiertos y ver pasar las horas sin que eso me genere angustia. Extraño a la Ori que no tenía este poso que van dejando los años y las experiencias. Esa gravedad que a veces se instala en el cuerpo y en el lenguaje.
¿Se puede volver a ese estado de pensamiento en el que todo es posible, aunque sea por un rato?
No hablo de nostalgia. Hablo de recuperar la esperanza.
A partir de esta pregunta nació la reflexión de este post.
Las historias que nos contamos.
El otro día me pasó algo curioso: estaba viendo la primera película de Indiana Jones (en busca del arca perdida) y sin darme cuenta empecé a sentir mucha ansiedad. No por la trama o por lo que lo estaba pasando, sino por su estructura.
El héroe solitario que carga con el peso del mundo, que debe enfrentarse a todo sin ayuda y que nunca duda ni tropieza demasiado.
Me hizo pensar en cuántas veces hemos interiorizado ese modelo narrativo: que si no somos autosuficientes y podemos con todo, estamos fallando. Las historias que se cuentan colectivamente están instauradas en nuestro cerebro y en nuestro comportamiento y nos influyen de una manera profunda.
Así que me pregunto: ¿Puede nuestra capacidad de imaginar nuevas historias ayudarnos a llevar mejor nuestra vida?
Creo que la manera en la que contamos el mundo define la forma en la que lo habitamos. Nos han educado en una narrativa agotadora, donde solo sobrevive quien se sacrifica. El modelo del héroe solitario (siempre hombre y siempre blanco), ese que enfrenta todo sin ayuda, sin vacilar ni quebrarse, está tan arraigado en nuestra cultura que a veces nos cuesta imaginar otra cosa. Pensamos que si no somos autosuficientes es porque estamos fallando. Que si titubeamos, no merecemos avanzar. Que si pedimos ayuda, perdemos todo nuestro valor.
Pero también existen otras formas de narrar.
N. K. Jemisin, una de las voces más potentes de la ficción especulativa contemporánea, construye sus historias a partir de una premisa radical: imaginar es un acto político. No porque proyecte utopías perfectas, sino porque nos invita a pensar en mundos diferentes, mundos donde otras lógicas son posibles.
En su trilogía La Tierra Fragmentada, N. K. Jemisin introduce un elemento narrativo que lo transforma todo: la posibilidad de controlar los movimientos sísmicos de la Tierra. Pero lo que podría haber quedado como un simple giro fantástico (un poder más en un mundo mágico) se convierte en el núcleo ético, político y emocional del relato. Lo que en la escritura de ciencia ficción se llama Elemento X no es solo una herramienta para hacer avanzar la trama. Es una grieta en lo conocido que permite repensar por completo cómo se organiza una sociedad, quién es considerado humano, quién merece ser protegido y quién puede acceder al poder.
“La ciencia ficción no es prescriptiva; es descriptiva. No predice el futuro, lo imagina.”
— Octavia E. Butler
Ese “¿y si…?” que articula toda ficción especulativa no es una distracción ni un juego inocente. Es una pregunta seria, incómoda, fundacional. ¿Y si el planeta ya no fuera un lugar estable? ¿Y si un grupo marginado tuviera la capacidad de destruirlo o salvarlo con un solo gesto? ¿Y si el poder que más tememos estuviera encarnado en los cuerpos de quienes históricamente han sido perseguidos?
Lo fascinante es que Jemisin no da respuestas simples. Usa el Elemento X para crear una tensión constante entre lo imaginado y lo real. El lector no puede mirar a esos personajes con condescendencia, porque están hechos de las mismas contradicciones que nos habitan a nosotras. Son fuertes y vulnerables. Vengativas y generosas. Capaces de destruirlo todo y, al mismo tiempo, de cuidar con una ternura feroz lo que aman.
Esa es la potencia de un buen Elemento X: no solo altera las reglas de un mundo, sino que expone las grietas del nuestro.
Y entonces quizás podamos hacer una propuesta sencilla, pero profundamente subversiva: ¿y si empezáramos a introducir pequeños “¿y si…?” en nuestro día a día? ¿Y si en lugar de dar por hecho lo establecido, permitiéramos que la duda, la curiosidad y la imaginación reconfiguraran nuestras preguntas más habituales?
Porque imaginar no es un adorno, ni un lujo reservado a quienes escriben novelas o diseñan futuros distantes. Es una herramienta concreta para percibir lo que ha sido silenciado, para ver alternativas donde antes solo había resignación. No imaginamos por capricho, sino porque el mundo tal como muchas veces puede ser demasiado violento.
Basta cambiar una sola variable —la forma en la que habitamos el tiempo, el modo en que escuchamos, los vínculos que priorizamos, lo que entendemos por éxito— para que lo político, lo íntimo y lo narrativo empiecen a moverse. Eso es lo que hace el Elemento X: abrir una fisura. Una grieta por donde pueda entrar el aire.
Hoy no tengo soluciones. Pero tengo esta carta.
Una carta para recordarte (y recordarme) que cuando todo pesa, aún podemos imaginar.
Podemos cerrar los ojos y preguntarnos:
¿Y si este no fuera el final?
¿Qué pasaría si…?
Con cariño,
Ori
Que pasaría si .... y juntas.
¡Se puede volver! Cuesta, pero se puede; justo vengo de reencontrarme con la mirada y la ilusión de la niña que fui, a través de los paisajes de la infancia. Es precioso tu artículo y encaja mucho con el enfoque de las prácticas narrativas, ¿lo conoces? Otras historias son posibles y necesitamos muchas voces como la tuya para imaginarias. ¡Un abrazo!